
El papel tiene alma
¿Cómo descubrí la filigrana de papel?
Fue por curiosidad. Me atrapó ver cómo una simple tira de papel podía transformarse en algo tan delicado. Empecé probando, sin imaginar que se convertiría en mi lenguaje artístico. La filigrana me enseñó paciencia y observación: el papel tiene memoria, y también alma.
¿Qué es lo que más me gusta de esta técnica?
Que es infinita. Con las formas básicas podés crear desde un pétalo hasta un paisaje entero. El papel se adapta, responde a las manos. Además, cada obra tiene textura y relieve, algo que se percibe distinto cuando se ve en persona.
¿Qué encuentro en mi trabajo artesanal?
Encuentro calma, conexión y presencia. Trabajar con papel es una meditación. Me gusta pensar que cada cuadro guarda una energía única: la del proceso, el color elegido, el momento en que fue creado.
Soy parte de la Feria Artesanal del Parque Centenario. ¿Qué significa ese espacio para mi?
Es mucho más que un lugar de exposición donde estoy desde el 2018. Es una comunidad autogestiva, que funciona desde el año 1982, donde compartimos saberes y defendemos la artesanía como forma de vida. Allí muestro mis obras los sábados, domingos y feriados, y tengo la suerte de conocer a quienes las eligen.
¿Por qué es importante apoyar la artesanía local?
Porque es apoyar la identidad, la creatividad y la historia de nuestras manos. Cada pieza artesanal lleva tiempo, dedicación y amor. Es una forma de resistir frente a lo masivo y volver a lo auténtico.
Chiru Rodríguez - Filigranista
Feria Artesanal del Parque Centenario
IG: @de.lirios.arte
Memorias
Ya no nos sorprende que las experiencias se ofrezcan como mercancías: en las ciber-góndolas, compiten la adrenalina del rafting y el relax del spa. Los nativos del siglo XX, sin embargo, recordamos que solíamos pensar la experiencia como una especie de sedimento de algo ya vivido, cuyo impacto habíamos logrado procesar. ¿Cómo asegurar, entonces, que tal o cual evento devendrá una experiencia futura que podemos regalar?
Esta relocalización temporal y comercial, termina de desbaratar el ya complejo circuito de su transmisión. ¿Qué hacer, entonces, con la experiencia? ¿Solo nos resta intentar plasmarla en nuestras “Memorias”?
De ninguna manera. La experiencia personal puede recrearse en el ámbito literario. Ella guarda el germen de miles de cuentos, arrastra fantasías que podrían nutrir argumentos novedosos; almacena rostros, voces y actitudes cuya diversidad enriquecería la construcción de nuevos personajes; conserva imágenes de lugares, sabores, aromas de tiempos diversos, y una gigantesca colección de hechos reales cuya combinación y reelaboración podría transformarse en una verdadera ficción narrativa.
Escribir una autobiografía es solo una de las alternativas. Si no queremos comprar una aventura como experiencia futura, también podemos atrevernos a la aventura de “literaturizar” nuestra experiencia.
Mara Golub
Licenciada en Letras
Profesora de enseñanza media y superior en Letras (UBA)
El milagro de las violetas
En el corazón de Almagro, la víspera de Navidad caía lenta como una canción vieja. Las luces de la Basílica de San Carlos titilaban entre los plátanos de la calle, y una brisa tibia llevaba el aroma del incienso mezclado con jazmín.
En las veredas, algunos vecinos colgaban guirnaldas, otros barrían la vereda o saludaban desde los balcones. Todo parecía igual que siempre, y sin embargo, había algo distinto en el aire, algo que no se podía descifrar.
Teresa caminaba despacio por la Av. Rivadavia. Tenía setenta años y un abrigo color lavanda que contrastaba con el gris del asfalto. Desde hacía tres navidades, su mesa quedaba vacía. Sus hijos vivían lejos, y el barrio, aunque lleno de recuerdos, se le había vuelto demasiado grande. A veces pensaba que solo seguía yendo a Las Violetas para sentirse acompañada por los murmullos de los otros.
Esa noche entró al salón principal y se sentó junto al ventanal. El lugar brillaba como un palacio antiguo: vitrales encendidos, porcelanas relucientes, el aroma dulce de las masas finas. Un mozo la saludó con respeto y le sirvió un té. Todo era calidez, pero en su pecho aún pesaba un silencio.
A pocas cuadras, Julián salía de la Basílica. Había ido a encender una vela por su madre, fallecida hacía años. Mientras lo hacía, una ráfaga de aire recorrió el templo. Las llamas de las velas temblaron, y una de ellas -la que acababa de encender- se apagó sola, dejando tras de sí una estela de perfume a violetas.
Julián, sorprendido, miró alrededor: no había nadie. Solo el eco lejano del coro ensayando villancicos.
Entonces, sin entender por qué, sintió el impulso de caminar hacia la Av. Rivadavia. Era como si una voz suave, sin palabras, lo guiara. Y esa voz lo llevó hasta Las Violetas, donde hacía más de cuarenta años no entraba.
Cuando empujó la puerta, el reloj del salón marcaba justo las doce. En ese mismo instante, una de las lámparas de cristal titiló y un destello morado -como un reflejo del vitral- cayó sobre una mesa.
Julián siguió el brillo, y allí la vio: Teresa, con el mismo gesto dulce, los mismos ojos que recordaba de juventud.
Ella también lo reconoció al instante.
- ¿Julián? susurró.
- Teresa… respondió él, con una mezcla de asombro y ternura.
Hablaron durante horas, como si el tiempo se hubiera detenido.
Recordaron el coro de San Carlos, los paseos por la Av. Medrano, los carnavales del barrio. Afuera, una llovizna fina comenzó a caer, y las luces de la confitería se reflejaron en las gotas como si todo el cielo hubiera bajado a esa esquina.
Cuando se levantaron para despedirse, Teresa notó algo extraño: sobre la mesa, donde antes se encontraba su taza, había una pequeña violeta fresca, brillante y perfumada. Ninguno de los dos la había traído. El mozo, al verla, se persignó.
- Esa flor no puede ser de acá, señora -dijo con voz baja-. No usamos violetas desde hace años.
Julián sonrió.
- Debe ser una señal.
- ¿De quién? preguntó ella, mirando hacia el cielo que se reflejaba en los vitrales.
- De la Navidad -dijo él-. De esas que solo suceden una vez, cuando el corazón vuelve a creer.
Salieron tomados del brazo. La lluvia había cesado y, sobre la Basílica de San Carlos, un resplandor dorado iluminaba la cruz. Teresa creyó escuchar campanas, pero no las del templo: eran más suaves, más lejanas, como si vinieran de otro tiempo.
Aquella noche, en el barrio de Almagro, algo invisible se encendió. Y los que pasaron por Rivadavia y Medrano juraron sentir un perfume a violetas flotando en el aire, como si la Navidad hubiera dejado su huella en el corazón del barrio.
Daniel Filgueiras